Temporada de Frutas: El Juego Sucio en la Política.

Jorge Botella

La confrontación de ideas en el marco de las posibilidades políticas de una comunidad representa la necesaria información al ciudadano para que éste pueda ceder su representatividad a quien se gane su confianza, pero también representa una de las caras de la lucha por el control del poder. 

Esto último lleva a que muchos ciudadanos perciban esa confrontación como lucha sin cuartel por hacer prevalecer las posiciones políticas de los partidos, lo que se acentúa cuando se detectan usos poco honestos para destruir la imagen pública del contrario, ya que los mismos parecen ser mucho más eficaces que el rebatir las ideas políticas. Entre esos usos poco honestos destaca la difamación, que suele tener como objetivo hacer público facetas privadas del entorno del adversario político. 


A veces se argumenta que los personajes públicos, donde se incluye a quienes se dedican a la política,  poseen una proyección pública que hace que hasta sus actos más privados puedan constituir interés para quienes han de establecer con ellos una relación de confianza depositándoles su representación. El fundamento sicológico de esa pretensión está en considerar que la trayectoria pública de un político está mas determinada por su modo de ser que por su discurso, y, por tanto, que el aval de su confianza radica bastante en su modo de ser. No en vano muchos analistas consideran que los modales y la apariencia constituyen un no despreciable factor en las votaciones. 

Conocedores de esta debilidad mental de los ciudadanos, quienes han de trabajar la imagen de las campañas políticas abusan del fácil recurso de denostar al rival destruyendo la lógica fama que le correspondería conservar. Las más de las veces el recurso preferido es introducir la sospecha sobre un comportamiento que entraña debilidad o amoralidad. El vehículo habitual suelen ser los medios de comunicación que se prestan a ello, a veces valiéndose de tretas para que la sospecha se instale sin que se pueda relacionar como fuente al entorno del partido beneficiario, aunque la mayor parte de las veces se percibe que lo sea. 

Ese recurso a la difamación personal es tanto más contundente cuanto más sólido es el trabajo político y menos fisuras y resquicios profesionales quedan para la legítima crítica. Lo que a los ciudadanos debería importar menos, muchas veces es lo único a lo que atienden de sus políticos nacionales, porque las discusiones legales y administrativas se les hacen arduas y a veces difícil de entender. Juzgar a un político por su vida personal permanece en la actitud de muchos ciudadanos, aunque ellos reclamen para sí la total independencia y respeto hacia su vida privada. 

La difamación encierra una falta de ética relevante para toda la sociedad, porque el juicio que merece cada persona es el que trasciende del conjunto de su modo de obrar. Ello es lo que conforma la fama de una persona, que no se corresponde con otra cosa que con la opinión común que de ella tienen los demás. Desequilibrar ese criterio al difundir exagerando algunos defectos es lo que busca la difamación, para que la estima se sienta repercutida cuando sobre los valores personales se proyecta la sospecha de inconsistencia y sobre las debilidades de ser lo más relevante de esa personalidad.

Esa difamación política que es minuciosamente orquestada por muchos medios de comunicación afines a grupos de presión alineados con determinadas ideologías, no sólo atentan al político cuya coherencia personal se ataca, sino a toda la credibilidad de la democracia, porque una vez aceptada la difamación como forma de lucha política se instala la duda permanente en los ciudadanos y -¿por qué no?- sobre la ética de la misma sociedad. 

Una parte de esa difamación proviene de la imagen psicología que un político se hace de su rival, elevando a categoría de verdad lo que no es sino un prejuicio constituido por la descalificación inmediata de lo que no coincide con el propio criterio. De este modo se descalifica desorbitadamente al contrario, cayendo no pocas veces en una especie de paranoia condenatoria de lo que no es otra cosa que distinta y legítima opción de concebir determinadas relaciones sociales. 

Esa interpretación es la que muchas veces justifica impropiamente la moralidad  la difamación, porque tras desvelar lo que correspondería no airear, ya que corresponde a una vida privada, se piensa que con ello se logrará un bien, no sólo para el propio interés político, que suele ser el principal motivo, sino también para el conjunto de la sociedad. En el fondo de toda difamación radica una especie de mínima justificación del tiranicidio, por la que hasta las peores artes políticas llegan a encontrar justificación cuando cada político se considera poseedor de la única salida para la sociedad. 

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